RETALES DEL PASADO. Parte 5

No sé de donde emerge el afán de un niño por saber y saber. Sin frontera que valga, pasando por encima de cualquier límite que se le quiera imponer. Una voz inocente que siente que debe crecer. Yo por aquel entonces sentía mi vida como un caleidoscopio. El abuelo me regaló tres o cuatro. En el último yo veía dinosaurios, nubes, rascacielos, árboles enormes… Ahora veo jirones de colores alargados. Qué sensación más extraña la que se produce cuando ves un dibujo que pintaste de pequeño. Uno de esos paisajes, con una casa a la derecha con sus dos ventanas, su puerta y su chimenea. Dos o tres colinas, un sendero que las cruza y un par de niños caminando por él. Varias flores mal coloreadas, y un sol grande, que a penas se deja entrever tras una nube. No quiero ponerle nombre.

Algo que envidiaba del abuelo es que él siempre tenía respuesta para todo. Cuando le preguntaba el significado de palabras extrañas él sabía como salir del paso: me contaba una historia larguísima, yo lo entendía todo y era capaz de usar esa palabra constantemente durante los próximos quince días. Cuando aprendí lo que significaba “cautela”, yo comía con cautela, caminaba con cautela, hacía los deberes con cautela, cantaba con cautela… Sentía que me encantaba hacer las cosas con cautela, me sentía inteligente, culta. Me sentía mayor.

Él nunca hacía regalos comunes. No de esos que perdiste o nunca abriste, que olvidaste en un tren o ni siquiera aceptaste. Regalaba caleidoscopios, pelotas de papel de periódico y cinta de embalar, cuentos y tiempo. Él tampoco pedía nada sofisticado. Varios años después encontré en la antigua mesilla de mi abuela su cartera guardada entre muchos papeles. Dentro, un pedazo de papel impoluto. Era un dibujo mío que yo no recordaba haber garabateado. Mi nombre y el suyo por detrás.

Miro la foto del abuelo en el aparador. Al lado la de mi padre. No sé cuando fueron conscientes de lo que era la muerte, de su cercanía, ni siquiera si llegaron a serlo alguna vez. Nunca les pregunté. Yo, cada día me siento un poquito menos inmortal. Me gustaría decírselo y que me abrazaran los dos con sus brazos trémulos y flacos diciéndome «Todo va a ir bien». Quiero que nunca se me pierda su voz, recordarla siempre; guardarla, quizás, en una caja de madera oscura. Debería haberlo hecho con todas las voces que se han ido yendo. Aparece mi niña por la puerta, ajena, y se acerca a la foto de papá:

– ¿Por qué te has muerto tontorrón? Con todo lo que yo jugaba contigo.

Elisa Pelayo.

RETALES DEL PASADO. Parte 4

Yo no entendía por qué se había marchado. Ni siquiera podía marcharse, era demasiado viejo y débil como para hacer la maleta y acarrearla a algún lugar. Mamá decía que estaba en un sitio en el que las maletas no pesan. Pero un día se me ocurrió abrir su armario, y ahí seguían todas sus camisas, sus corbatas, sus zapatos, y yo me pregunté qué narices habría metido en la maleta. Le pregunté a la abuela:

– Oye, tata, ¿tú qué crees que ha metido en la maleta el tato?

– ¿De qué maleta hablas, hija?

– De la que se ha llevado a algún lugar, pero que no pesa.

Recuerdo su expresión hundida, los ojos mojados, cada día más pequeños, escondiéndose poco a poco tras su párpado anciano. A pesar de mi inexistente conciencia de lo que estaba ocurriendo, un impulso me hizo darle un abrazo, y rompió a llorar.

Abuelo

Yo seguía bajando las escaleras hacia la cocina, a la misma hora de siempre, pero ya no corría. Un día oí a la abuela hablar. Tenía la voz frágil, quebrada, cómo si le hubieran arrebatado alguna cuerda vocal y tuviera que arreglárselas para seguir hablando de la misma manera.

– No quiero pensar que está muerto.

Entré. La abuela miró hacia otro lado y mamá se cubrió el rostro con el delantal.

– ¿Qué es estar muerto?

Mamá tapó la cacerola, se desató el delantal manchado de tomate y vino hacia mí:

– A veces, las personas se van y duele.

– ¿Y por qué se van entonces mamá?

– Pues porque se hacen mayores y tienen que ir a un sitio donde poder descansar. Ya no les podemos volver a ver, pero si cierras los ojos con fuerza, con muchísima fuerza, Cristina, te das cuenta de que siguen estando ahí.

– ¿Qué se ha llevado el tato en la maleta mamá? ¿Se ha llevado esa fuerza para poder vernos a todos?

– Claro. Para saber que estamos todos aquí y que nos acordamos de él.

– ¿Y fotos? ¿Se ha llevado fotos mamá?

– También, hija, también. Se ha llevado muchas fotos.

– Entonces el tato está muerto, ¿no mamá?

– Sí, hija mía, está muerto.

Un fin de semana habíamos ido a Asturias porque era la boda de la nieta de una prima segunda de mi abuela de la que yo nunca había oído hablar. Era un día gris. El abuelo y yo compartíamos paraguas. Me daba la impresión de que tenía goteras. La lluvia caía muy fuerte. El abuelo me cogió en brazos para que no me manchara de barro los zapatos nuevos de charol que mamá me había comprado; pero tuvo que devolverme al suelo a los pocos segundos porque mamá y la abuela le regañaron. Seguimos caminando. Le agarré fuerte la mano. Me impulsaba. Me ayudaba a saltar los charcos más enormes y profundos.

Elisa Pelayo.

Mientras agonizo.

» Recordaba que mi padre solía decir que la razón para vivir era prepararse para estar muerto durante mucho tiempo. Y cuanto tenía que verlos día tras día, cada cual con sus pensamientos egoístas y secretos, cada cual con su sangre distinta a la de los demás y a la mía, y pensaba que al parecer era mi único modo de prepararme para estar muerto, odiaba a mi padre por haberme engendrado. Solía estar deseando que cometieran alguna falta, para así poder zurrarles. Cuando la vara caía, podía sentirla en mi propia carne; cuando les levantaba cardenales y verdugones, era mi sangre la que corría, y a cada golpe de vara pensaba: ¡Ahora vais a saber quién soy! Ahora soy alguien en vuestras vidas secretas y egoístas, soy quien ha marcado para siempre vuestra sangre con la mía. «

William Faulkner.

RETALES DEL PASADO. Parte 3

A veces le pedía al abuelo que me subiera a sus hombros. Me encantaba cómo se sentía todo desde ahí arriba, el vértigo que producía en mi cuerpo el hecho de crecer, retando al riesgo de poder caer. De pronto él ya no venía a hacerme crecer y nadie parecía capaz de explicar el por qué.

Cada día, cuando escuchaba encenderse el fuego de la cocina, bajaba las escaleras para buscarle. Me encantaba esa hora del día. Yo corría en calcetines por toda la casa, bajaba las escaleras agarrándome con fuerza a la barandilla y me sentía veloz. Yo misma me decía “Tengo que ir más rápido que ayer”; me parecía que nunca teníamos suficiente tiempo para jugar a las muñecas. Y subíamos los dos, más lentamente, yo siempre delante, cogiéndole del brazo. Le miraba curiosa, porque estudiaba cada escalón que pisaba y siempre subía primero con el mismo pie. Llegábamos a mi cuarto. Él siempre se pedía ser el príncipe. Escondía su voz ronca, áspera, y aparecía un hombre contundente y joven. Sabía que era absolutamente obligatorio que estuviera enamorado de la princesa y siempre me ayudaba a recoger las muñecas. Las peinaba un poco el pelo, entrelazando sus dedos en la melena de plástico, y deslizándolos poco a poco. Las colocaba en el baúl alisando la falda minuciosamente, estirando bien sus brazos y piernas para que cupieran todas. Les quitaba los zapatos porque luego siempre se perdían y los guardaba en una cajita de madera oscura. Y ahora tengo esa caja aquí, conmigo. Cuando se fue decidí dejar de ponerles los zapatos porque eran algo que quería conservar siempre. “Hay que tener siempre los pies en la tierra” decía, y yo pensaba que lo que en realidad había que tener en la tierra eran los zapatos, que eran mil veces más bonitos y que no dejaban que te hicieras daño con las piedras del suelo.

A mí me encantaban los zapatos. Lo que más me gustaba de los zapatos era el ruido que hacía el tacón sobre la madera. Cuando lo escuchaba siempre pensaba en el sonido de una maquinaria perfecta, de las agujas de un reloj, de la primera chispa que produce una bujía. Y me gustaba coger los zapatos de mamá, colocarlos en mis manos y repiquetear el suelo con ellos durante un largo rato. El sonido del taconeo era un sonido de mayor y yo quería ser protagonista de ese sonido pronto. El abuelo siempre me preguntaba, ¿cuál prefieres, el derecho o el izquierdo? Y no recuerdo por qué, y me da rabia, elegía el zapato derecho. El lado derecho de las cosas para mí siempre ha sido algo así como el lado bueno. Yo no sabía diferenciar con facilidad la derecha de la izquierda, y el abuelo me enseñó un truco muy bueno: tocarme con el pulgar el lateral del dedo corazón; el dedo en el que no notara nada raro pertenecía al lado izquierdo, y el dedo en el que notara un bultito pertenecía al lado derecho. El bultito me había salido cuando aprendí a dibujar y aún hoy lo sigo teniendo porque nunca aprendí a coger bien el lapicero.

Elisa Pelayo.

RETALES DEL PASADO. Parte 2

A mi hermano y a mí nos encantaba hablar con la abuela, y cuando el abuelo se fue a ese viaje tan largo del que aún no ha vuelto, la abuela tenía mucho más tiempo para hablar porque no tenía que estar pendiente de los caramelos de colores del abuelo, ni de cocinar la comida, esa mala malísima que no sabía a nada y que el abuelo tenía que comer a todas horas porque tenía cosas estropeadas en las venas (que son unas serpientes de color azul que aunque las tenemos todos yo sólo era capaz de verlas en el abuelo porque las tenía gorditas), ni de que no se hiciera daño en la cabeza (que se le ponía roja cuando jugaba conmigo), ni de regañarle «¡no seas bruto! ¡viejo bruto!, ¡no me des un disgusto!», ni de regañarme a mí, que me reía porque la profe nos había enseñado un poema y cualquier cosa que tuviera rima me hacia mucha gracia; y recuerdo que la abuela se ponía muy nerviosa y decía que le daba miedo que al abuelo le diera un hipo otra vez. Y yo no entendía que tenía un hipo de malo.

Por entonces Edu tenía unos quince años, y mi madre siempre decía: “Cuando tengas quince años podrás…, cuando tengas quince años serás capaz de…” Y yo tenía unas ganas inimaginables de tener quince años y el abuelo me decía que esperara a que llegaran haciendo el mayor número de cosas que pudiera; que si esperaba a que llegaran sentada en un banco dejando la vida pasar, me arrepentiría (y yo sabía lo que era arrepentirse porque mamá siempre me hacía arrepentirme cuando hacía algo mal y me castigaba, y no quería tener que arrepentirme si tenía opción de no arrepentirme).

Elisa Pelayo.

RETALES DEL PASADO. Parte 1

Una mañana, la señora Cerezo entró en casa contando que, dirección a Barcelona y sin poder conciliar el sueño, había salido del vagón para caminar un poco y había visto algo espantoso. El abuelo me susurró escondiendo la boca tras su tazón de descafeinado con leche (ése que solía beber a cucharadas a la hora del desayuno): «las viejas son fáciles de impresionar».

He pasado estos días tratando de traer a mi mente la imagen que describía la Señora Cerezo, pero se muestra difusa, afectada por el paso de los años. El pasillo de un tren de madrugada, el reflejo de la luna tiritando en un rincón de la pared, subiendo poco a poco hasta llegar al techo y perdiéndose en la nada que las vías van dejando tras de sí. Ni comprendí entonces ni comprendo ahora por qué la señora Cerezo se había asustado tanto. Por un momento pensé “habrá visto un milagro” (he de aclarar que todo esto aconteció en una época en la que mis seis años estaban convencidos de que un milagro era una aparición fantasmal y fea que aparecía cuando la gente estaba triste y que siempre llevaba sábanas blancas y cadenas). El abuelo decía: «Los milagros no existen, tonta». Y yo me quedaba conforme con el dictamen de quien era para mí la voz absoluta de la casa. Bueno, me quedaba conforme, sobre todo, porque me convenía; sus palabras eran para mí mucho más que un seguro de vida en el que me garantizaba que jamás recibiría tormentosas visitas nocturnas protagonizadas por seres maliciosos cuando me hallase sola en la habitación. Hasta donde mi razón recuerda, la palabra «milagro» desapareció inmediatamente de mi cabeza.

Un día, cuando mis amigas empezaron a hacer la catequesis y me intentaban dar envidia contándome lo bonitos que eran los vestidos que iban a llevar el gran día, descubrí, entre incordio e incordio, que un milagro no era aquello de lo que tan convencida yo había estado. Y cuando me dijeron que en catequesis les hablaban de los milagros, yo les contesté muy satisfecha, fiel a las palabras de mi abuelo, y con ganas de tocar las narices yo también un poquito: «¡Los milagros no existen! Tontas, tontas, tontas». Y aquella tarde las madres de esas niñas chinchosas y de lacitos insoportablemente cursis en el pelo llamaron a mi madre, y yo no sé qué le dijeron a mi madre, pero el caso es que mi madre me pidió que no hablara más de milagros con esas niñas. Y el conflicto de los milagros se esfumó de mi mente, así, de repente, de la misma forma que lo haría él un año después.

Elisa Pelayo. 

Análisis de «En el reverso de lo real» de Allen Ginsberg

Allen Ginsberg, poeta nacido en Nueva Jersey en 1923, es una de las figuras más destacadas de la Generación Beat de la década de los 50. Se opuso activamente al materialismo económico, el militarismo y la represión sexual y toda su obra supone un movimiento revolucionario contra el capitalismo y el estilo de vida de los americanos. Apoyó todas las organizaciones defensoras de la libertad de expresión y fue arrestado en diversas ocasiones por encabezar marchas de protesta y participar en las luchas de su época, en defensa de los derechos sociales e individuales.

Como miembro de la Generación Beat, su poesía es además contracultural y reivindicativa, con una función política, ideológica y desestabilizadora; y está muy influida por el modernismo, el romanticismo, el beat, el jazz y un tipo de espiritualidad no occidental ni capitalista, sino oriental. Ginsberg se consideraba heredero de William Blake, W. Whitman y Federico García Lorca.

La Generación Beat se encargó de revisar, a través de su poesía, la idea de Estados Unidos como un sueño hasta entonces imperante. Cuando está corriente surgió, el escenario norteamericano estaba pasando por los grises años de la era Eisenhower y el escandaloso dominio de los conservadores americanos. Con la Beat Generation se desplegarían definitivamente los deseos de marginación, de no integrarse en el sistema porque había que oponerse a las formas de pensar y de vivir de su país, así como a sus planteamientos políticos y a la conformación de la sociedad, llena de puritanismos, prejuicios y convencionalismos. En En el reverso de lo real se nos muestra el Estados Unidos más hostil, industrial y bélico (ferrocarriles/ desolado/ fábrica de tanques/ autopista de asfalto/ sucias/ seca/ industria/ espinosa/); constituyendo el poema un perfecto ejemplo de esa voluntad por parte de Ginsberg de renegar de la falaz y propagada imagen de un Estados Unidos idílico, mostrándonos su lado más «sucio».

La poesía de Ginsberg está muy determinada por la experiencia y la dimensión testimonial. No se trata, sin embargo, de una poesía confesional; en sus poemas no da cuenta de sí mismo sino de lo que éste ve. Ginsberg es a veces testigo de la catástrofe, del horror, del infierno; otras de la experiencia reveladora, de lo bello, del paraíso. Esto le convierte en un sujeto obligado a dar cuenta de ello: Ginsberg representa la idea del artista como mediador o revelador. En En el reverso de lo real, Allen Ginsberg nos revela el horror; se trata de un poema obsceno, pues pone de manifiesto una realidad que la cultura convencional obvia: la degradación del mundo a través de la industrialización y el militarismo, la degradación, sobre todo, de la conciencia humana.

En el reverso de lo real está lleno de sustantivos acompañados de adjetivos (temible flor de heno; frágil tallo negro; corola de amarillentas espículas; manchada y seca borla central de algodón; flor amarilla) y comparaciones (/como la corona de una pulgada; como una brocha de afeitar usada) que componen un poema de gran fuerza visual, lleno de imágenes y estímulos. Se trata de un poema muy descriptivo, escrito en verso libre y, por lo tanto, alejado intencionadamente de las pautas de rima y métrica clásicas, como parte de la voluntad de los Beat de romper con lo establecido a través de una poesía reivindicativa que renegaba del modelo imperante de Eliot.

allen

El grupo de los Beat, y por lo tanto Ginsberg, va a estar muy vinculado a San Francisco y a la California de los años 50, precisamente por ser uno de los espacios más abiertos y tolerantes y donde se librarían algunos de los grandes conflictos sociales de la vida americana. San José, lugar al que remite el poema, es una de las ciudades más importantes del estado de California y se ubica en el sur de la bahía de San Francisco. En la primera estrofa del poema, Ginsberg nos traslada a ese mundo saturado de industria y hostilidad (/Cercado de ferrocarriles en San José/) en el que la guerra está muy presente /fábrica de tanques/ . Ginsberg se nos muestra como ese mundo que está describiendo: triste, inhóspito y desierto (/yo vagaba desolado/). /Y me senté en un banco/ continúa el poema, transmitiéndome, inevitablemente, la aflicción propia del que espera sentado y se detiene a observar el mundo, las pequeñas cosas, lo que está más allá de la superficie y no todo el mundo ve; de ahí la obscenidad propia de los poemas de la generación Beat, esa voluntad de enseñar lo que los demás no quieren ver.

La segunda estrofa centra nuestra atención en una flor. Esa flor constituye esa segunda capa del mundo que no todo el mundo ve y a la que Ginsberg, sin embargo, da absoluta importancia. Una flor que, no de manera casual, es amarilla. La flor amarilla emergió como símbolo de la cultura juvenil y se levantó contra los aliados de la cultura deshumanizada durante los años 50: el flower power, es decir, “el poder de las flores”; un poder que se ejercía pacíficamente y que se imponía como consecuencia de procesos naturales. A través de la generación beat y ese flower power, se levantaría un texto crítico, una agitación, una desmitificación de la estructura social americana. A través de esta flor, así, veremos

la realidad del mundo; es decir, la flor es una metáfora del mundo, pero del mundo degradado, casi destruido, sucio, el real, el que Ginsberg ve y otros se niegan a ver, pero, sobre todo, esa flor es símbolo de la conciencia degradada, dormida, del ser humano, una conciencia antes limpia (la flor amarilla, emblema de la filosofía Beat y hippie), ahora corrompida y deteriorada (la flor amarilla sucia y descuidada que Ginsberg nos muestra, deshumanizada a través de la industrialización y las guerras).

¿Por qué una sola flor en el pavimento? Porque se ha abandonado la conciencia, el poder, la estructura establecida, la ha desprestigiado, ha hecho que la olvidemos, que la dejemos dormir. Conciencia abandonada, como esa flor amarilla que, solitaria, ha sido colocada ahí, a la intemperie en el pavimento de asfalto, perdiéndose su belleza con la fealdad del mundo, su injusticia, sus guerras, su suciedad, su poder. Los versos /Una flor yacía sobre el heno en/ la autopista de asfalto/ me hacen imaginar una flor cansada en la lucha, la belleza dormida, lo humano dormido, la conciencia dormida, reposando, sin poder echar a andar. La flor de heno, que tradicionalmente se ha utilizando como calmante del dolor, como un efectivo analgésico y relajante muscular parece funcionar en el poema como símbolo de esa conciencia adormecida de la gente de la que hablo. Una flor fea, sucia, manchada y áspera; la que nos deja la industria y la guerra, el mal del mundo del que se contagia, en definitiva.

/-La temible flor de heno/ pensé- (…)/ continúa Ginsberg. Temible es quizás que la flor despierte, que las conciencias despierten, que crezca la flor, que crezcan y se manifiesten las conciencias, que la flor de heno suelte su polen, que se propague el pensamiento de anhelo de libertad de las conciencias; temible es para el poder que se extienda ese polen, temible es para el poder que existan conciencias despiertas. Conciencias despiertas que dan alergia al poder y que como el polen del heno se extienden.

/(…) tenía un/ frágil tallo negro y/ una corola de amarillentas espículas/ sucias como la corona de una pulgada/ de Jesús (…)/ prosigue el poema. Esa flor no es flor, no tiene pétalos, sino ásperas espigas., continúa la descripción por parte de Ginsberg esa flor «fea». Según los evangelios, los soldados romanos colocaron la corona de espinas a Jesús durante su pasión con el fin de provocarle daño y dolor y también de humillarle nombrándole, como una burla, rey de los judío. Esta flor, que es una flor que un día fue bella y ahora es fea, lleva esa corona de espinas: la conciencia humana se ha visto humillada y dañada a través de la negación de la libertad de expresión, del racismo, de la homofobia, de la guerra y de la industrialización.

La flor tenía también /(…) una manchada/ y seca borla central de algodón/ como una brocha de afeitar usada/ que hubiera estado rodando por/ el garaje durante un año/. La flor, la belleza (no en un sentido estético sino humano) está descuidada, ha sido tirada «ahí». La borla, que es la denominación asignada al utensilio que sirve para aplicar el maquillaje, se encuentra seca, inutilizable: ya no hay lugar para más maquillaje, para aderezar lo feo y lo sucio, sino que las cosas se presentan tal y como son, sin adornos ni atavíos.

/Amarilla, flor amarilla, y/ flor de la industria/ dice Ginsberg. Porque esta flor de heno es, como he dicho, la conciencia degrada que nos ha dejado la industria, la guerra y la sociedad norteamericana. El poema continúa: /¡aún siendo una espinosa y fea flor,/ flor sigues siendo,/ con la forma de la grande y amarilla/ Rosa de tu cerebro!/. Este verso me hace evocar la imagen de las pequeñas flores que, en ocasiones, emergen por entre las grietas de las aceras derruidas: crecen en «lo feo», crecen, a veces, feas ellas también, y manchadas, pero siguen siendo flores. Si continúo con el paralelismo que he mantenido a lo largo de todo el análisis identificando esa flor con la conciencia humana, esto verso tiene para mí el siguiente sentido: «aunque estés dormida, conciencia, aunque no luches por la libertad, ni sepas ver lo que está mal en el mundo, aunque te hayas degradado, sigues siendo conciencia; sigues siendo una conciencia determinada por lo que tu mente piensa, y lo que tú piensas, cuando no ha sido manipulada por el poder o influencia por la estructura y los convencionalismo, es lo más hermoso». ¿Qué sitio mejor para que algo bonito resurja en el mundo que el propio cerebro? La verdadera flor es la que tenemos en la mente. Ginsberg se refiere al cerebro denominándola como la más hermosa, tradicionalmente, de las flores: /Rosa de tu cerebro!/.

/Esta es la flor del Mundo/: La flor del mundo es la mente, lo que pensamos, lo que nada ni nadie nos podrá jamás arrebatar, lo que compone nuestra esencia: la capacidad de decidir, de rebelarnos, de pensar. Algo necesita ser cambiado y esa capacidad, la mente, se necesita despierta para poder cambiarlo. La búsqueda de visiones y revelaciones no está reservada sólo a aquellos que pueden darle expresión literaria o artística, sino que debe ser compartida por todos los que se rebelan contra toda forma de autoridad u organización social, que desean aguzar los sentidos para enriquecer su propio diálogo con la existencia. Ginsberg muestra en el poema un mundo que se halla encaminado a su propia destrucción y en el que son necesarias respuestas renovadas: toda forma de conocimiento que permita ampliar las fronteras de la percepción y, para ello, las conciencias han de despertar.

Asunción de ti.

Hemos llegado al crepúsculo neutro 
donde el día y la noche se funden y se igualan. 
Nadie podrá olvidar este descanso. 
Pasa sobre mis párpados el cielo fácil 
a dejarme los ojos vacíos de ciudad. 
No pienses ahora en el tiempo de agujas, 
en el tiempo de pobres desesperaciones. 
Ahora sólo existe el anhelo desnudo, 
el sol que se desprende de sus nubes de llanto, 
tu rostro que se interna noche adentro 
hasta sólo ser voz y rumor de sonrisa. 

Mario Benedetti.

Lasitud.

Me limpio el sudor de la frente con los dedos; los dedos viejos de un niño de doce años. Frunzo el ceño y protejo con una mano mis ojos, que me escuecen por el sol de las tres de la tarde. Alzo la vista. Unos veinte chavales y mujeres partiéndose el lomo, y mi madre a lo lejos. La miro. Su tez arrugada y morena, casi negra. Su mirada cansada. Su figura encorvada, que se pierde entre el polvo cuando golpeo la azada contra la tierra.

 

Elisa Pelayo.

 

Claro de luna.

Cuando la joven preguntó por él, los médicos no daban crédito; su primera visita en diez años, y decía poder curarlo. Era una muchacha bajita, de proporciones delgadas y gráciles. Su cabello era negro y su tez morena, un conjunto sencillo y común. Habría pasado desapercibida de no ser por sus ojos, ambarinos y centelleantes, profundos y expresivos. Quizá fue su mirada la que dotó sus palabras de credibilidad. Cuando le vio sus ojos no pudieron contener las lágrimas, ni sus labios un esbozo de sonrisa leve y sincera.

Elisa Pelayo.